La felicidad obligatoria: lo difícil de vivir el duelo y la presión por estar bien.
Lic. Cannizzaro Macarena – MP 12441
Vivimos en una cultura que no sabe mirar el dolor.
Una sociedad que celebra la felicidad como estado permanente y el bienestar como meta, incluso cuando alguien está roto por dentro. Y, en ese contexto, duelar se vuelve una experiencia solitaria.
Durante las fiestas, el verano o los momentos que “deberían ser alegres”, las redes y las calles se llenan de sonrisas, reencuentros y celebraciones. Pero para quienes están atravesando un duelo, esa exigencia de alegría puede sentirse como un ruido ensordecedor. La persona no solo sufre la pérdida, sino también la presión de aparentar que está bien, de no “contagiar tristeza”, de no hablar demasiado del tema.
El duelo como experiencia que transforma
El duelo no es solo tristeza. Es una reorganización psíquica y emocional. Como dice William Worden (2009), duelar es un proceso activo que implica adaptarse a una nueva realidad, reconstruir la relación con el ser perdido y volver a encontrar sentido.
Y como suelo decir en el consultorio: cuando perdemos a alguien o algo que nos transformó, una parte de nosotros también muere. Por eso, el duelo no es únicamente la pérdida del otro, sino también la pérdida de la versión de uno mismo que existía en ese vínculo.
Ahí es donde empieza el trabajo más profundo: volver a reconstruirse, darle nuevos significados a lo que se fue y a lo que queda.
La presión por “estar bien”
Un estudio publicado en el Journal of Social and Clinical Psychology (Smith & Turner, 2018) muestra que cuanto mayor es la presión social por ser feliz, menor es el bienestar emocional real.
Esa exigencia externa genera sentimientos de inadecuación, culpa e incluso aislamiento.
Y en el duelo, esa presión puede ser devastadora.
Como explican Stroebe y Schut (2001), el duelo necesita espacio para fluctuar: momentos de dolor, de calma, de ira, de resignificación. Pero la exigencia de “salir rápido” o “ser fuerte” interrumpe esa oscilación natural, bloqueando el proceso y favoreciendo lo que conocemos como duelo complicado o prolongado: cuando el sufrimiento se estanca y la persona no logra reintegrar la pérdida.
Lo que pasa cuando reprimimos el dolor
Cuando alguien no puede hablar de su pérdida porque teme incomodar, el duelo se encapsula.
Reprimir emociones o forzar la felicidad no las elimina: las posterga. Y lo reprimido busca salida de otras formas —a veces como síntomas físicos, ansiedad, insomnio o irritabilidad.
La culpa también aparece: “debería sentirme mejor”, “ya pasó tiempo”, “los demás lo superaron y yo no”.
Pero el duelo no tiene fecha de vencimiento. Cada persona lo transita con los recursos que tiene y en el tiempo que puede.
Como decía Robert Neimeyer (2002), el duelo no es olvidar al ser querido, sino reconstruir una historia que continúe sin su presencia física.
Recuperar el derecho a sentir
Doler es humano.
Y duelar no significa debilidad, significa vínculo.
Permitirnos llorar, enojarnos, extrañar, recordar o simplemente no poder —es lo que le da forma al proceso y lo transforma en algo habitable.
No necesitamos que alguien nos diga que “todo pasa”; necesitamos que alguien nos escuche sin querer arreglarnos.
Que nos abrace sin miedo a nuestro dolor.
Porque acompañar no es empujar a “estar bien”, sino sostener mientras el otro encuentra su propio ritmo para volver a vivir.
Cómo acompañar sin invadir
Si querés acompañar a alguien en duelo, recordá:
No hace falta animar, hace falta escuchar sin juicio.
Evitá frases como “sé fuerte” o “tenés que seguir adelante”.
No intentes ponerle un límite al tiempo del dolor.
Ofrecé presencia, no soluciones.
Permití que el silencio también sea una forma de compañía.
Y si sos vos quien está en duelo, no te apures.
No estás obligado a ser feliz, ni a sonreír, ni a “pasar página”.
La tristeza también es una forma de amor.
El duelo, cuando se habita con respeto, puede ser un camino de transformación.
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Lic. Cannizzaro Macarena – MP 12441
Psicóloga | Punto de Acuerdo
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